viernes, 1 de mayo de 2009

El Decamerón, Región 4


[Edición comentada]

Digo, pues, que ya habían los años de la fructífera [¡ja!] Transición [¡jajaja!] Democrática [---el autor se acaba de orinar de tanto reir---] llegado al número de nueve cuando a la egregia ciudad DeFlorencia, polutísima comparada con todas las ciudades de Italia [por supuesto –diría el cosmopolita- ¿Cómo comparar el 1er y el 3er Mundo?], llegó la mortífera peste que o por obra de los cuerpos superiores [o inferiores, según el tamaño del chancho y de la persona con la que se compara] o por nuestras acciones inicuas [recordad la prohibición de monseñor Norberto Rivera de ingerir carnitas durante la Semana Mayor] fue enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios [y por la ambición de Sanofi-Pasteur] para nuestra corrección, que había comenzado algunos días antes en las partes orientales [específicamente en una granja ubicada en Perote, Veracruz] privándolas de gran cantidad de vivientes [y malvivientes, que la peste se lleva tanto ciudadanos ejemplares como lacras sociales] y, continuándose sin descanso de un lugar en otro, se había extendido miserablemente a Occidente. Y no valiendo contra ella ningún saber ni providencia humana (como la limpieza de la ciudad de muchas inmundicias [léase estudiantes] ordenada por los encargados ello y la prohibición a todos los enfermos [y no enfermos] de comer fuera y los muchos consejos dados para conservar la salubridad), ni valiendo tampoco las humildes súplicas dirigidas a Dios por las personas devotas [y dirigidas a las farmacéuticas por aquellos más realistas] no una vez, sino muchas ordenadas en procesiones o de otras maneras [¿aquelarres? ¿sacrificios humanos a Huichilobos?], casi al principio de la primavera empezó horriblemente y en asombrosa manera a mostrar sus dolorosos efectos.



Y no era como en Oriente, donde a quien salían mucosidades por la nariz le era manifiesto signo de muerte inevitable, sino que en su comienzo nacían a los varones y a las hembras semejantemente en las ingles o cerca de las axilas ciertas hinchazones [el proceso se denomina PU-BER-TAD] que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo [dependiendo del sexo], y algunas más y algunas menos, que eran llamadas bubas por el pueblo [el pueblo siempre con sus eufemismos, yo les digo simplemente, tetas]. Y de las dos dichas partes del cuerpo, en poco espacio de tiempo empezó la pestífera buba [las lesbianas y los hombres heterosexuales generalmente no las consideramos "pestíferas"] a extenderse cualquiera de sus partes indiferentemente [eso sí no nos gusta], e inmediatamente comenzó la calidad de dicha enfermedad a cambiar en manchas negras [pero si fueran güeritas ni protestaban, ¿verdad?] o lívidas [OK, me retracto de mis comentarios susceptibles y victimistas] que aparecían a muchos en los brazos y por los muslos y en cualquier parte del cuerpo, a unos grandes y raras y a otros menudas y abundantes [y yo que creía que venían por pares].



Y así como la buba había sido y seguía siendo indicio certísimo de muerte futura [eso si que es una imagen pachequísima: la madre lactante como augurio de que desde le nacimiento tenemos firmado un pacto con la muerte… ¡hsssst! ¡güeeeeeey!], lo mismo eran éstas a quienes les sobrevivían. Y para curar tal enfermedad no parecía que valiese ni aprovechase consejo de médico o virtud de medicina alguna [¿no leyeron que el virus AH1N1 es una nueva mutación nunca antes vista?]; así, o porque la naturaleza del mal no lo sufriese o porque la ignorancia de quienes lo medicaban no supiesen por qué era movido y por consiguiente no tomase el debido remedio, no solamente eran pocos los que curaban [aunque el secretario de Salud diga lo contario] sino que casi todos antes del tercer día de la aparición de las señales antes dichas, morían.



Y esta pestilencia tuvo mayor fuerza porque de los que estaban enfermos de ella se abalanzaban sobre los sanos con quienes se comunicaban, no de otro modo como hace el fuego sobre las cosas secas y engrasadas cuando se le avecinan mucho [otra forma de verlo es que los enfermos querían que los sanos disfrutaran también de los amorosos cuidados y atenciones de una enfermera malencarada y malhumorada]. Y más allá llegó el mal: que no solamente el hablar y tratar con los enfermos daba a los sanos enfermedad o motivo de muerte común, sino también tocar los paños o cualquier otra cosa que hubiera sido tocado o usada por aquellos enfermos [por eso la recomendación de lavarse las manos frecuentemente]. Y asombroso es escuchar lo que debo decir, que si por los ojos míos propios [y se quejan del "oríllese a la orilla" y del "suba para arriba"] no hubiese sido visto, apenas me atrevería a creerlo, digo que, estando los despojos de un pobre hombre muerto de tal enfermedad arrojados en la vía pública y, tropezando con ellos dos puercos y, como según su costumbre se agarrasen y le tirasen al hombre de las mejillas [ojo por ojo y... buche y nenepil por buche y nenepil], un momento más tarde, tras algunas contorsiones y como si hubieran tomado veneno, ambos a dos cayeron muertos en tierra sobre los maltratados despojos [¡vaya! ¿quién pensaría que los taquitos de homo sapiens sapiens le causan empacho a los marranitos?]. De tales cosas, y de bastantes más semejantes a éstas y mayores, nacieron miedos diversos e imaginaciones en los que quedaban vivos [¿alguien dijo teorías de conspiración?], y casi todos se inclinaban a un remedio muy cruel como era esquivar y huir a los enfermos y a sus cosas [¿crueldad? no es más que simple precaución]; y haciéndolo cada uno creía que conseguía la salud para si mismo.


Y había unos que pensaban que vivir moderadamente y guardarse de todo lo superfluo [algunos le llamamos pobreza extrema] debía ofrecer gran resistencia al dicho accidente y, reunida su compañía, vivían separados de todos los demás. Otros, inclinados a la opinión contraria, afirmaban que la medicina certísima para tanto mal era el beber mucho y el gozar y andar cantando de paseo y divirtiéndose y satisfacer el apetito con todo aquellos que se pudiese [algunos les llamamos también cerdos-capitalistas-burgueses-hedonistas]. Y en tan gran aflicción y miseria de nuestra ciudad estaba la reverenda [pendeja] autoridad de las leyes, de las divinas como de las humanas, toda caída y desecha por sus ministros y ejecutores que, como los otros hombres, estaban enfermos o muertos [se vale soñaaaar…]. Muchos otros observaban, entre las dos dichas más arriba, una vía intemedia ni restringiéndose en las viandas como en los primeros ni alargándose en el beber y en los otros libertinajes tanto como los segundos, sino suficientemente, según su apetito [según Dante, los lugares mas calientes del infierno están reservados para los indecisos y para los vacilantes, asi que deciden... o deciden].


Algunos eran de sentimientos más crueles [yo diría prácticos] diciendo que ninguna medicina era mejor ni tan buena contra la peste como huir de ella; y movidos por este argumento, no cuidando de nada sino de si mismos, muchos hombres y mujeres abandonaron la propia ciudad, las propias casa, sus posesiones y sus parientes y sus cosas [¿escuché acaso Acapulcazo?], y buscaron las ajenas, o al menos el campo. Si yo pudiera contar todo lo que mis ojos presenciaron, ¿oh cuántos memorables linajes, cuántas famosas riquezas se vieron quedar sin sucesor legítimo [aquí viene Marcelo y su Ley de Extinción de Dominio]. Cuántos valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres [creo escuchar los animados pasos de un necrofílico], cuántos jóvenes gallardos a quienes no otros que Galeno, Hipócrates o Esculapio hubiesen juzgado sanísimos, desayunaron con sus parientes y amigos, y llegada la tarde cenaron con sus antepasados en el otro mundo.

Finalmente, otros decidieron que la mejor solución eran el enclaustramiento, y se preparon para vivir en el ostracismo hasta que la peste cediera [o hasta que se terminaran las maruchan, lo que sucediera primero] y, pensando que lo mejor forma para matar el tiempo sería [sin contar claro, saludarlo de mano o de beso] contando una historia, se decidió que cada nueva jornada uno de los enclaustrados compartiría un texto con los demas. La peste cedió [o eso dice el Secretario de Salud] antes de la siguiente luna, pero los que se decidieron por el encierro, estuvieron tan a gusto que se quedaron contando, recitando y escuchando, cien días con sus noches, de modo que cien historias fueron contadas en aquellos días en que la peste azotó la ciudad.



El testimonio de los cien textos creados durante aquellos días está AQUÍ




1 comentario:

Visitantes

Gran parte del contenido de este blog está bajo licencia

Creative Commons License