jueves, 16 de abril de 2009

Viviendo Entre los Tules... La Muerte

A la memoria de Gudelita (1900-2009)


Vivo en uno de los municipios aledaños a la Ciudad de México. La mayoría de estos municipios, cuyos nombres oficiales se forman por el nombre que población recibía en la época prehispánica (en algunos casos añadiendo el apellido de algún personaje relevante en la historia de México, v.gr. Cuautitlán de Romero Rubio, Ecatepec de Morelos), eran pequeñas poblaciones semirurales. Por su ubicación cercana al Distrito Federal, fueron elegidos para establecer grandes zonas industriales y comerciales (fábricas, bodegas, centrales de abasto); estos poblados poco a poco fueron urbanizándose hasta que se fundieron con el DF y se convirtieron en lo que hoy se denomina Zona Metropolitana de la Ciudad de México.

El lugar donde vivo es la cabecera municipal de uno de estos municipios. Alrededor de ésta hay zonas industriales, fraccionamientos habitacionales y algunos centros comerciales. Sin embargo a pesar de la urbanización, mi "pueblo" -como suelo llamar al lugar-, en el fondo conserva muchas costumbres, actitudes y creencias rurales. Así, cada barrio celebra su Fiesta anual (cada uno en su pequeña capilla); es común encontrar vacas cruzando las calles o borregos pastando en algunos terrenos y con suerte uno puede encontrar a algún nostálgico del México que mostraban la películas de Chente que pasea a caballo, dejando abono sobre las duras y estériles calles de concreto.

Entre las reminiscencias rurales de mi pueblo se encuentra la experiencia de la Muerte. En mi caso, estos dos últimos años he vivido de cerca esta experiencia, pues he perdido a varios familiares cercanos: primero el esposo de una prima; una semana después falleció la hermana mayor de mi padre, a los seis meses su esposo también murió y hace apenas unos días falleció mi bisabuela a los 108 años de edad. Vivir la muerte en mi pueblo es totalmente diferente a vivir la muerte en alguna zona urbana. En primer lugar, el duelo es de nueve días; en cada uno, los familiares y amigos se reunen para rezar un "rosario" por el alma del fallecido. Es costumbre también, que después de celebrar una misa con el cuerpo del difunto presente, éste se lleve en hombros hasta el panteón, el uso de carrozas fúnebres es poco común, pues se considera un deber de aquellos más cercanos al fallecido llevarlo cargando hasta donde será enterrado.

Sin embargo, lo que más define este forma de vivir la muerte, es que después de sepultar el cuerpo, se convida a comer a quienes asistieron al panteón. Esta invitación se repite a los nueve días del fallecimiento, cuando se vuelve a celebrar una misa por el alma del difunto y una vez más al cumplirse un mes y al año de la muerte. Lo que más llama la atención de esta costumbre es su cercanía -aunque con ciertas restricciones- con los banquetes en la experiencia de la Fiesta; las restricciones son la ausencia de bebidas alcohólicas, el tabú de comer carne, y que generalmente después de comer los invitados regresan a sus actividades cotidianas. Es de verse como al día siguiente del deceso, la familia extensa del fallecido, deja los lamentos por la muerte para organizar la comida que servirá en honor del difunto. Se compran los ingredientes para preparar los alimentos, las bebidas, se rentan sillas y mesas y se busca un lugar para recibir a los convidados, que suelen sobrepasar el centenar de personas (cuando fallecieron la hermana de mi padre y su esposo, asistieron más de 150 y 250 personas respectivamente).

Cuando todo está listo, la familia se apresura para llegar a la iglesia y luego al panteón. En cuanto termina el sepelio, y después del llanto, los quejidos, los lamentos y las súplicas, la familia debe apresurarse en regresar para llegar antes que los convidados. Cuando llegan éstos, la familia extensa -incluyendo a la familia nuclear del fallecido- se dedica a atender a los asistentes; todos deben dejar a un lado su dolor para servir de comer a los amigos y conocidos del difunto, pues no es costumbre contratar servicio de meseros. Hasta que el último convidado ha comido y se ha retirado, la familia puede sentarse a la mesa. Para ese entonces, el familia ya ha olvidado -aunque sea momentáneamente- el duelo, se puede escuchar una risa aislada o una broma en voz baja; esto de ninguna manera significa que los ritos han terminado. Al día siguiente, debe prepararse todo para recibir de nuevo a la gente que acompañará a la familia a rezar los siguientes ocho días, ocho rosarios por el alma del fallecido. Al igual que durante el sepelio, al finalizar se ofrecerán alimentos a los asistentes, generalemente té, café o atole, acompañado con pan dulce, bolillos o tamales. Al finalizar el último rosario, se lleva a cabo lo que se denomina como "Levantamiento de la Cruz" terminando así los ritos que acompañan el duelo.

Lo más sobresaliente de esta costumbre de ofrecer alimentos (que es común en otros estados de la República) es el simbolismo que conlleva: la alimentación como gesto vital por excelencia que se opone a la muerte. Es claro que los pobladores del lugar no son conscientes de ello, pero el acto de ofrecer comida es un gesto que señala que a pesar de la reciente visita de la Muerte, la vida debe seguir; los mismo dolientes deben mostrarlo al preparar con sus propias manos el alimentos que ellos mismos servirán, se come para sobrevivir, para celebrar la vida, para luchar contra la nada. Así, los asistentes tienen toda la confianza (y derecho) de pedir más alimentos si así lo desean y de pedir comida para llevar (el famoso itacate) para familiares que no hayan podido asisitir y la familia del fallecido no puede ni debe ofenderse ante estas peticiones.

En mi caso, a pesar de mi ateísmo, siempre me he sentido con la obligación y gusto de participar en estos ritos, pues son costumbres muy arraigadas dentro de mi familia. A fin de cuentas e independientemente de las creencias religiososas, este rito de preparar y servir alimentos a los otros, ayuda a sobrellevar el duelo ante la pérdida de los seres amados. Y esta es una de las cosas por las cuáles siento arraigo hacia el lugar donde vivo.









Todos los presentes salieron tras del atúd, excepto la comadrita "Trenidá" que, hecha una maraña insignificante, estaba sentada frente al fogón; al alcance de su mano una olla de frijoles de los que la mujer comía a puñados. Cuando el cura la soprendió en tan inaudita tarea, puso el grito en el cielo:
-¡Ave María Purísima! Cualquiera diría, hija, que te ha importado muy poco la muerte de tu marido... ¿Cómo es posible que tengas hambre en estas circunstancias? ¡Es el tuyo, mujer, pecado de gula!
La comadrita "Trenidá" se limpió con el dorso de su mano la boca, acabó de remoler lo que traía entre lengua y paladar y dijo:
-Anoche desaigraron mis frijoles por beberse el pulque... Naiden los probo siquiera.
Luego, con los ojos llenos de lágrimas, continuó:
-Mi marido, con la ayuda de sus santos responsos, ya está gozando de Dios... Él se llevó mi corazón hasta el jollo, naiden podrá ocupar su lugarcito... Pero no por eso debo dejar que se aceden los frijoles.


Del cuento "Los Diez Responsos" de Francisco Rojas González.

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